Julio Cortázar (1914-1984), escritor nacido en Bruselas de padres argentinos, desde los cuatro años vivió en Argentina hasta que viajó a Bolivia para trabajar como maestro de literatura francesa y posteriormente se trasladó a París, donde murió.
Este escritor del que ya hemos leído algunos textos, sobre todo los que tienen que ver con instrucciones (instrucciones para subir una escalera, instrucciones para dar cuerda a un reloj que aparecen en entradas anteriores), tiene una gran variedad de cuentos para adultos.
Hoy os proponemos un cuento "curioso" por que habla de la idiotez. El protagonista del cuento se califica de idiota pero cuando lees el cuento ¿realmente es tan idiota?
Hay que ser realmente idiota para...
Hace años que me doy cuenta y no me
importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me parece un
tema muy desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone. Puede que
la palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y
calentita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de
emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y que después los mismos
amigos opinen que uno se ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero
ser idiota lo pone a uno completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas
es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la
vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma
inteligencia y comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no
hay diferencia apreciable y que todo va benissimo. Lo triste es que todo va
malissimo cuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con
mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo de mimos checos o de bailarines
tailandeses y es seguro que apenas empiece la función voy a encontrar que todo
es una maravilla. Me divierto o me conmuevo enormemente, los diálogos o los
gestos o las danzas me llegan como visiones sobrenaturales, aplaudo hasta
romperme las manos y a veces me lloran los ojos o me río hasta el borde del
pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber tenido la suerte de ir esa
noche al teatro o al cine o a una exposición de cuadros, a cualquier sitio
donde gentes extraordinarias están haciendo o mostrando cosas que jamás se
habían imaginado antes, inventando un lugar de revelación y de encuentro, algo
que lava de los momentos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el
tiempo. Y así estoy deslumbrado y tan contento que cuando llega el intervalo me
levanto entusiasmado y sigo aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que
los mimos checos son una maravilla y que la escena en que el pescador echa el
anzuelo y se ve avanzar un pez fosforecente a media altura es absolutamente
inaudita. Mi mujer también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pronto me
doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que
su diversión y sus aplausos no han sido como los míos, y además casi siempre
hay con nosotros algún amigo que también se ha divertido y ha aplaudido pero
nunca como yo, y también me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e
inteligencia que el espectáculo es bonito y que los actores no son malos, pero
que desde luego no hay gran originalidad en las ideas, sin contar que los
colores de los trajes son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y
cosas y cosas. Cuando mi mujer o mi amigo dicen eso --lo dicen amablemente, sin
ninguna agresividad-- yo comprendo que soy idiota, pero lo malo es que uno se ha
olvidado cada vez que lo maravilla algo que pasa, de modo que la caída
repentina en la idiotez le llega como al corcho que se ha pasado años en el
sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y no es mas
que corcho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los bailarines
tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan feliz con ellos
que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi mujer me duelen
como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente cuánta razón
tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me parecía (pero
en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente
estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me bastaba para salirme
y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan poco). Y
jamás se me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos porque sé que
tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por el
entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad deben
nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa, basarse
como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba de
conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna
manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros
para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de
retener todavía las últimas imágenes del pez fosforecente que flotaba en mitad
del escenario, aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificado por
las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más remedio
que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me ha entusiasmado
porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas un poco diferentes.
Recaigo en la conciencia de que soy idiota, de que cualquier cosa basta para
alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he amado y
gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra de otros idiotas que
han estado pescando o bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi
es un consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que
esa noche se han dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor
es que a los dos días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la
crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con o que tan
sensata e inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos.
JULIO CORTAZAR
LA VUELTA AL DÍA EN
OCHENTA MUNDOS
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