28 mayo 2013

Un cuento de la mitología Cántabra

 
Con motivo de nuestra visita a San Vicente de la Barquera, hemos recordado uno de los personajes de la mitología Cántabra y Asturiana como es el Culebre o Cúlebre o Cuelebre  porque tiene una leyenda que hace referencia a dicha Villa de Cantabria.
Muchas de las cuevas que albergan las peñas, roquedales y acantilados de Cantabria están habitadas por una especie de monstruos, entre dragón y serpiente, que se llaman culebres o cúlebres. Por lo general guardan tesoros de los que escondieron los moros. Es difícil verlos, pues salen poco y nadie se atreve a internarse en sus guaridas, pero en los últimos años han sido vistos el de Secadura, que es un culebrón como un tronco de grande y se come vacas enteras, el de la cueva de Matienzo, reptil también gigantesco, y el de la cueva de Valdició, enorme serpiente con alas que lanza unos silbidos agudísimos. También los hay en Asturias, donde los llaman cuélebres.
De entre los más conocidos por la tradición se cuenta el que mató Santiago cerca de San Vicente de la Barquera. En un acantilado al oeste de esta ciudad, por el antiguo camino de Santillán a Boria, existe todavía en nuestros días la cueva en que vivió, que sigue llamándose Cueva del Cúlebre.
Según las noticias que han llegado hasta nosotros, se trataba de un extraño reptil comparable a un dragón, con cabeza ancha, potentes mandíbulas armadas de colmillos como pedernales de trillo, cresta espinosa que se prolongaba por todo el espinazo hasta la cola, patas de aceradas garras y alas de murciélago. Cuando respiraba exhalaba un aliento ardiente y mefítico, y con un coletazo derribaba a un caballo.
Los habitantes de la ciudad se habían comprometido a entregarle cada año una doncella a cambio de que no les ocasionara mayores males, pues, cuando le daba por salir de su guarida, destrozaba
sembrados, diezmaba rebaños y devoraba a todo el que se ponía por delante. Se elegía a la mocita por sorteo entre las de su edad y se le ataba a un poste fuera de la cueva para impedir que huyera o se desplomara al desmayarse cuando el monstruo aparecía. Este salía lanzando feroces bramidos que hacían retumbar las rocas, y la devoraba lentamente, disfrutando cada bocado, hundiendo sus renegridas navajas en la carne rosada de la muchacha, mientras la lengua bífida y amarillenta lamía su sangre caliente. Aquel horroroso espectáculo lo contemplaba todo el pueblo, que así podía juzgar el valor del sacrificio y lo cara que costaba la seguridad del pueblo.
En una ocasión la víctima era una muchachita que ya había asistido dos veces a aquel monstruoso martirio y las dos veces se había desmayado en los brazos de su madre.
-Me ha salido la concha negra- dijo su padre abatido cuando volvió del sorteo, que se hacía con tantas conchas blancas como doncellas, menos una que era negra.
Volvió a desmayarse la joven y hubieron de darle un agua de aulaga blanca, que, como se sabe, sólo crece una en todo el monte cada mes de septiembre y le pone a uno alegre quitándole todo tipo de angustias y dolores. En tal estado de artificial contento la llevaron a la entrada de la cueva el día señalado para su inmolación y la ataron al poste.
Al oler carne fresca, el dragón se dirigió lentamente hacia la salida de la cueva. A pesar de la pócima de aulaga, la muchacha empezó a temblar de pavor al sentir retumbar el suelo bajo el peso de aquella mole de pétreas escamas. Y, cuando lo vio aparecer, horrible, rugiente, fétido, espeluznante, espantoso, a pesar de la sonrisa que se imponía en su rostro, el corazón se le aceleró, sintió unas náuseas atroces y empezó a devolver. El dragón levantó la cabeza e hinchió sus descomunales narices como olfateando el apetitoso efluvio del manjar que se disponía a devorar. Ella sintió en sus mejillas el insoportable hedor de su aliento, que la ahogaba, y estuvo a punto de desmayarse. Pero, en el último momento, haciendo un esfuerzo extraordinario, acordándose de un cuento del tiempo de los moros que le habían contado, gritó:
-¡Santiago, por Dios, ayúdame!

En aquel mismo instante sintió el culebre un escalofrío por todo el cuerpo y sus gruesas escamas chascaron y empezaron a desprendérsele dejando al descubierto una como gelatina viscosa y purulenta. Pero sus fauces no se detuvieron y caían ya para arrancar de un bocado la cabeza de la joven, sus garras se erizaban amenazadoras en el aire, sus alas siniestras chocaban como velas que bate el temporal, y sus narices arrojaban llamaradas acompañadas de un silbido aterrador, cuando apareció por los aires, montado en su caballo blanco y blandiendo su reluciente espada, el apóstol guerrero que la joven había invocado y que, posándose en la roca, asestó un poderoso mandoble al monstruo, desgajándole del cuerpo aquella colosal cabeza, que fue rodando peñas abajo hasta llegar al mar, donde se hundió con un chirrido como de hierro al rojo entrando en el agua. Del cuerpo salieron tres chorros de sangre, cada uno de un color, negro, verde y rojo, que bañaron todas las peñas de los alrededores, pues el bicho se agitó violenta y largamente en sus estertores.
Dice la tradición que la joven, que escapó del trance sólo con el pelo un poco chamuscado, hizo el voto de peregrinar a Compostela.
Todavía hoy puede el visitante contemplar junto a la Cueva del Cúlebre de San Vicente de la Barquera las huellas que en la roca dejaron las herraduras del caballo de Santiago.
Víctor Manuel cantante asturiano tiene una canción dedicada a este personaje.
 

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