Se acerca el 23 de abril, día en el que celebramos el Día Internacional del Libro, que nos recuerda la fecha de muerte de un autor español pero considerado de importancia universal como es MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA (1547-1616). Autor de obras poéticas, obras dramáticas (destacan sus Entremeses) y obras narrativas (Novelas Ejemplares). Pero la obra que le ha dado su fama merecida a lo largo de los siglos es "Don Quijote de la Mancha".
Al principio de esta obra, en la presentación del principal personaje Alonso Quijano, nos da una descripción física de él y nos explica cómo el exceso de lectura le ha llevado a la locura.
CAPÍTULO 1: Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo
D. Quijote de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha
mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua,
rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón
las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún
palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda.
El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas
con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su
vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y
una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así
ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo
con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de
rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los
autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender
que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la
narración dél no se salga un punto de la verdad. Es, pues, de saber, que este
sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se
daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de
todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y
llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de
tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así
llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le
parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le
parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en
muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón
enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando
leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas
se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra
grandeza.
Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y
desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara,
ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello.[...] Tuvo muchas veces competencia
con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál
había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese
Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del
Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís
de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero
melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba
en zaga. En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban
las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así,
del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a
perder el juicio.
Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros,
así de encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros,
amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la
imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones
que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él,
que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver
con el caballero de la ardiente espada, que de sólo un revés había partido por medio
dos fieros y descomunales gigantes. [...]
En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño
pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y
necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su
república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y
caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había
leído, que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio,
y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre
y fama.
Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo por lo menos
del imperio de Trapisonda: y así con
estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos
sentía, se dio priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo,
fue limpiar unas armas, que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín
y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un
rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vió que tenían una gran
falta, y era que no tenía celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto
suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que
encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que
para probar si era fuerte, y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su
espada, y le dió dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que
había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la
había hecho pedazos, y por asegurarse de este peligro, lo tornó a hacer de
nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro de tal manera, que él
quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia de
ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje. Fue luego a ver a su
rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de
Gonela, que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de
Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban.
Cuatro días se le pasaron
en imaginar qué nombre le podría: porque, según se decía él a sí mismo, no era
razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin
nombre conocido; y así procuraba acomodársele, de manera que declarase quien
había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entones: pues
estaba muy puesto en razón, que mudando su señor estado, mudase él también el
nombre; y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al
nuevo ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos nombres que formó,
borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al
fin le vino a llamar Rocinante, nombre a su parecer alto, sonoro y
significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era,
que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre y tan a
su gusto a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró
otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote, de donde como queda dicho, tomaron ocasión los
autores de esta tan verdadera historia, que sin duda se debía llamar Quijada, y
no Quesada como otros quisieron decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís,
no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre
de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso,
como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse don
Quijote de la Mancha, con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el
sobrenombre della. Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo,
se dió a entender que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien
enamorarse, porque el caballero andante sin amores, era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma. [...]
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