29 diciembre 2014

Un cuento de Navidad

En estas fechas, son muchos los autores que han creado relatos y cuentos entorno  a la Navidad y el espíritu navideño que nos envuelve a todos con buenos deseos para todas las personas cercanas a nosotros y en general para todo el mundo.
El cuento elegido pertenece a RUBÉN DARIO  (Nicaragüense 1867-1916) Seudónimo del gran poeta nicaragüense Félix Rubén García Sarmiento, iniciador y máximo representante del Modernismo hispanoamericano. Rubén Darío estaba llamado a revolucionar rítmicamente el verso castellano. Trajo a un idioma que estaba en tiempos de decadencia el influjo revitalizador americano y los modelos parnasianos y simbolistas franceses, abriéndolo a un léxico rico y extraño, a una nueva flexibilidad y musicalidad en el verso y la prosa, e introdujo temas y motivos universales, exóticos y autóctonos, que excitaban la imaginación y la facultad de analogías.
Hijo de un matrimonio de conveniencia pero lleno de disgustos, siendo niño la madre abandonó con él a su marido. Pocos años después paso a vivir con sus tíos que le acogieron como sus verdaderos padres y a los otros apenas los vio desde entonces.
El hogar del coronel Félix Ramírez, su tío, era centro de célebres tertulias que congregaban a la intelectualidad del país; en este ambiente culto creció el pequeño Darío.
Aprendió a leer a los 3 años, a los 6 años devoraba a los clásicos y a los 13 ya era un poeta conocido, concluyendo su primera obra a los 14 años. En su etapa de juventud no sólo cultivó la ironía: tan temprana como su poesía influida por Bécquer y por Victor Hugo fue su vocación de eterno enamorado. Antes de cumplir los 15 años expresó su deseo de contraer matrimonio pero los amigos le hicieron desistir de incurrir en una irreflexiva precipitación.
 De la etapa chilena es Abrojos (1887), libro de poemas que dan cuenta de su triste estado de poeta pobre e incomprendido.
Pero fue en 1888 cuando la auténtica valía de Rubén Darío se dio a conocer con la publicación de Azul, libro encomiado desde España por el a la sazón prestigioso novelista Juan Valera.
El 21 de junio de 1890 Rubén contrajo matrimonio con una mujer con la que compartía aficiones literarias, Rafaela Contreras. 1892 viajó a España como embajador y vivió uno de los mejores momentos de su vida rodeado de la principales figuras de la política y la literatura españolas. Poco después muere su esposa y le deja sumido en una tristeza que trata de calmar mediante el alcohol, lo cual no le produce sino otros muchos problemas entre ellos un matrimonio mediante engaños. Como no quiere a esta esposa, la abandona y es perseguido por ella a lo largo de muchos años. 
Vuelve a contraer matrimonio y comienza entonces para él una etapa de viajes entusiastas (Italia, Inglaterra, Bélgica, Barcelona...) y es acaso entonces cuando escribe sus libros más valiosos: Cantos de vida y esperanza (1905), El canto errante (1907), El poema de otoño (1910), El oro de Mallorca (1913). Residió una temporada en Mallorca para restaurar su deteriorada salud, que ni los solícitos cuidados de su buena Francisca logran sacar a flote.
En 1916, al poco de regresar a su Nicaragua natal, Rubén Darío falleció, y la noticia llenó de tristeza a la comunidad intelectual hispanoparlante.  

Información extraída de http://www.biografiasyvidas.com/biografia/d/dario_ruben.htm
Hemos elegido un cuento que se titula: 

Cuento de Nochebuena
Rubén Darío

El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano. Su eminencia el cardenal -que había visitado el convento en un día inolvidable- había bendecido al hermano, primero, abrazádole enseguida, y por último díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: "¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso..." Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas.
Avino, pues, que un día de Navidad, Longinos fuese a la próxima aldea...; pero ¿no os he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien Dios nos guarde. Los vientos del cielo llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches o en los serenos crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores sonoros..., era el órgano de Longinos que acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos. Fue, pues, en un día de Navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería paciente y filosófica:
-¡Desgraciado de mí! ¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la viada a pan y agua! ¡Cómo estarán aguardándome en el monasterio!
Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se encaminó por la vía de su convento. Las sombras invadieron la Tierra. No se veía ya el villorrio; y la montaña, negra en medio de la noche, se veía semejante a una titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios.
Y fue el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras pater y ave, advirtió con sorpresa que la senda que seguía la pollina no era la misma de siempre. Con lágrimas en los ojos alzó estos al cielo, pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: 'Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso.' No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitos aromas. Y vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodiaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él, con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario.

Y sucedió que -tal como en los días del cruel Herodes- los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes...

Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:

-Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su convento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte.

Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre.

Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano?

¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista... ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza... De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar... resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia...

El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial labrada en mármol.
FIN
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/dario/cuento_de_nochebuena.htm

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