Esta semana, Clara Serrano, alumna de 4º ESO, nos propone un texto de su hermano, que además es antiguo alumno del cole. El relato, basado en un hecho real, nos va a hacer replantearnos muchas cosas. Muchas gracias Carlos por compartir con nosotros tu experiencia y tu reflexión.
Hoy me ha ocurrido algo que me ha hecho pensar, y esto me preocupa, porque, tal y cómo están las cosas, pensar no es lo más recomendado para ser feliz. Describo la situación. Me he sentado en un banco de la calle Juan de Herrera, cerca del Ayuntamiento, por la simple razón de que me es imposible mantener una conversación larga de Whatsapp mientras camino, y no tenía ninguna prisa.
En uno de esos eternos "escribiendo..." levanté la vista. A mi derecha, una gran sucursal del Banco Sabadell a cuyos pies descansaba, rodeado de todas sus pertenencias, como cada día, un mendigo con un perro. Enfrente, el famoso Centro Mac, con sus escaparates luminosos llenos de caros ordenadores y teléfonos. En ese momento, tuercen la esquina y se dirigen a la tienda dos chicas que debían tener dieciséis años. Ambas representaban la imagen del canon estético que ni el mismísimo Polícleto habría podido fijar: botas "de campo", leggins negros, chaqueta con los omnipresentes "pelos" en la capucha, y como no, la raya en medio trazada con tiralíneas en unas cabelleras, cómo no también, lisas. Si me dicen que han salido de un molde, me lo creo. La originalidad se paga cara a esas edades. Para redondear el tópico, las dos amiguísimas han entrado en la tienda antes descrita, para salir al rato con una caja grande en la que adiviné el dibujo de unos cascos de precio prohibitivo. Salían sonrientes, teléfono en mano (otra sorpresa), y no prestaron atención en que otra persona, aparte de mí, las observaba. El mendigo y su perro, como yo, habían seguido la escena y aún las perseguían con la mirada, solo que yo mudé mi atención hacia ellos.
Cuando las chicas se perdieron tras la esquina, el mendigo miró a su perro y éste le devolvió la mirada. Con infinita ternura, el perro lamió la nariz de su dueño, y éste le respondió con una sonrisa, para seguidamente taparle más con la manta y apretarse juntos, huyendo del frío.
Yo me levanté y me fui, pensando cuál de las parejas había experimentado más felicidad en aquellos diez minutos en los que habían atraído mi atención. Y no tengo ninguna duda.