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No podemos y terminar nuestra serie de autores de cuentos de terror sin hablar de
Abraham Stoker (1847-1912) que fue un descatado escritor y novelista irlandés de finales del siglo XIX y principios del XX. Hoy en día se le recuerda principalmente por escribir
Drácula, una de las mejores historias de terror de todos los tiempos.
Debido a que nació con una parálisis parcial y por su delicada salud, estuvo durante sus primeros siete años de vida en la cama, sin poder realizar una vida normal. Por ese motivo comenzó sus estudios en su domicilio, con profesores particulares.
En esta época su madre comenzó a narrarle cuentos de misterio y terror, que le hicieron iniciarse en un género que le marcaria desde esta temprana edad, como años después se comprobaría cuando se inició como escritor.
Se ganó una merecida reputación como deportista y fue reconocido como importante orador. Compatibilizó sus estudios trabajando como funcionario y se hizo representante del actor Sir Henry Irving, con el que mantuvo un amistad hasta la muerte del actor.
Se casó y tuvo un hijo pero su matrimonio siempre estaba envuelto en especulaciones sobre su escasa felicidad.
Siempre se vio influenciado como escritor por todo lo relacionado con temas oscuros y sobrenaturales, además por el folclore tradicional irlandés, en el que abundaban las historias de vampiros, duendes y otros seres similares. Más adelante en su vida comenzó a sentirse interesado por la egiptología, la historia babilonia, la alquimia y temas astrales.
Sus inicios como escritor fueron los primeros relatos de terror, como “La copa de cristal”, (1872) “La cadena del destino”, publicado en 1876. También publicó una colección de relatos para niños "El país del ocaso" (1890).
Destacar la publicación de su primer libro, "Las obligaciones de los escribanos en los Tribunales de Primera Instancia de Irlanda", en 1879,una especie de guía de referencia que comenzó a ser utilizada por la administración.
Publicó novelas como “El desfiladero de la serpiente”, en 1890, “El misterio del mar”, en 1902, “La joya de las siete estrellas”, en 1904, o su obra más polémica, “Impostores famosos”, editada en 1909, donde exponía una teoría en la que opinaba que Isabel I, era un hombre disfrazado de mujer.
Pero su obra cumbre, por la que es realmente recordado, y la que le llevó a formar parte de la historia, no fue otra que “Drácula”, editada en 1897. Esta novela adaptaba la vida de VladDraculea, un príncipe rumano, al que Stoker convirtió en un vampiro, en un relato que mezclaba el terror con el romanticismo a partes iguales.
La novela incluía un aspecto que la hacían muy novedosa y llamativa, aparte del tema que trataba y del personaje principal, y era el hecho de estar escrita en forma de diarios, incluyendo cartas y telegramas, evitando emplear un narrador en tercera persona, que era habitual hasta ese momento.
Dos años después de su muerte, su esposa, necesitada de dinero, consiguió publicar un relato corto titulado “El invitado de Drácula”, que servía como introducción a su famosa novela, junto a otros relatos cortos, que había escrito Stoker antes de morir.
El final de su vida se vio marcada por la extrema pobreza que lo rodeaba, muriendo enfermo y sin reconocimiento en una pensión londinense, curiosamente mientras “Drácula” se reeditaba debido a su gran éxito comercial.
A continuación os dejo el relato corto que sirve de introducción a su famosa novela Drácula:
El invitado de Drácula
Cuando iniciamos nuestro paseo, el sol brillaba intensamente sobre Múnich y el aire estaba repleto de la alegría propia de comienzos del verano. En el mismo momento en que íbamos a partir, Herr Delbrück (el maitre d'hôtel del Quatre Saisons, donde me alojaba) bajó hasta el carruaje sin detenerse a ponerse el sombrero y, tras desearme un placentero paseo, le dijo al cochero, sin apartar la mano de la manija de la puerta del coche:
-No olvide estar de regreso antes de la puesta del sol. El cielo parece claro, pero se nota un frescor en el viento del norte que me dice que puede haber una tormenta en cualquier momento. Pero estoy seguro de que no se retrasará -sonrió-, pues ya sabe qué noche es.
Johann le contestó con un enfático:
-Ja, mein Herr.
Y, llevándose la mano al sombrero, se dio prisa en partir.
Cuando hubimos salido de la ciudad le dije, tras indicarle que se detuviera:
-Dígame, Johann, ¿qué noche es hoy?
Se persignó al tiempo que contestaba lacónicamente:
-Walpurgis Nacht.
Y sacó su reloj, un grande y viejo instrumento alemán de plata, tan grande como un nabo, y lo contempló, con las cejas juntas y un pequeño e impaciente encogimiento de hombros. Me di cuenta de que aquella era su forma de protestar respetuosamente contra el innecesario retraso y me volví a recostar en el asiento, haciéndole señas de que prosiguiese. Reanudó una buena marcha, como si quisiera recuperar el tiempo perdido. De vez en cuando, los caballos parecían alzar sus cabezas y olisquear suspicazmente el aire. En tales ocasiones, yo miraba alrededor, alarmado. El camino era totalmente anodino, pues estábamos atravesando una especie de alta meseta barrida por el viento. Mientras viajábamos, vi un camino que parecía muy poco usado y que aparentemente se hundía en un pequeño y serpenteante valle. Parecía tan invitador que, aun arriesgándome a ofenderlo, le dije a Johann que se detuviera y, cuando lo hubo hecho, le expliqué que me gustaría que bajase por allí. Me dio toda clase de excusas, y se persignó con frecuencia mientras hablaba. Esto, de alguna forma, excitó mi curiosidad, así que le hice varias preguntas. Respondió evasivamente, sin dejar de mirar una y otra vez su reloj como protesta. Al final, le dije:
-Bueno, Johann, quiero bajar por ese camino. No le diré que venga si no lo desea, pero cuénteme por qué no quiere hacerlo, eso es todo lo que le pido.
Como respuesta, pareció zambullirse desde el pescante por lo rápidamente que llegó al suelo. Entonces extendió sus manos hacia mí en gesto de súplica y me imploró que no fuera. Mezclaba el suficiente inglés con su alemán como para que yo entendiese el hilo de sus palabras. Parecía estar siempre a punto de decirme algo, cuya sola idea era evidente que le aterrorizaba; pero cada vez se echaba atrás y decía mientras se persignaba:
-Walpurgis Nacht!
Traté de argumentar con él pero era difícil discutir con un hombre cuyo idioma no hablaba. Ciertamente, él tenía todas las ventajas, pues aunque comenzaba hablando en inglés, un inglés muy burdo y entrecortado, siempre se excitaba y acababa por revertir a su idioma natal.... y cada vez que lo hacía miraba su reloj. Entonces los caballos se mostraron inquietos y olisquearon el aire. Ante esto, palideció y, mirando a su alrededor de forma asustada, saltó de pronto hacia adelante, los aferró por las bridas y los hizo avanzar unos diez metros. Yo lo seguí y le pregunté por qué había hecho aquello. Como respuesta, se persignó, señaló al punto que había abandonado y apuntó con su látigo hacia el otro camino, indicando una cruz y diciendo, primero en alemán y luego en inglés:
-Enterrados..., estar enterrados los que matarse ellos mismos.
Recordé la vieja costumbre de enterrar a los suicidas en los cruces de los caminos.
-¡Ah! Ya veo, un suicida. ¡Qué interesante!
Pero a fe mía que no podía saber por qué estaban asustados los caballos.
Mientras hablábamos, escuchamos un sonido que era un cruce entre el aullido de un lobo y el ladrido de un perro. Se oía muy lejos, pero los caballos se mostraron muy inquietos, y le llevó bastante tiempo a Johann calmarlos. Estaba muy pálido y dijo:
-Suena como lobo..., pero no hay lobos aquí, ahora.
-¿No? -pregunté inquisitivamente-. ¿Hace ya mucho tiempo desde que los lobos estuvieron tan cerca de la ciudad?
-Mucho, mucho -contestó-. En primavera y verano, pero con la nieve los lobos no mucho lejos.
Mientras acariciaba los caballos y trataba de calmarlos, oscuras nubes comenzaron a pasar rápidas por el cielo. El sol desapareció, y una bocanada de aire frío sopló sobre nosotros. No obstante, tan sólo fue un soplo, y más parecía un aviso que una realidad, pues el sol volvió a salir brillante. Johann miró hacia el horizonte haciendo visera con su mano, y dijo:
-La tormenta de nieve venir dentro de mucho poco.
Luego miró de nuevo su reloj, y, manteniendo firmemente las riendas, pues los caballos seguían manoteando inquietos y agitando sus cabezas, subió al pescante como si hubiera llegado el momento de proseguir nuestro viaje.
Me sentía un tanto obstinado y no subí inmediatamente al carruaje.
-Hábleme del lugar al que lleva este camino -le dije, y señalé hacia abajo.
Se persignó de nuevo y murmuró una plegaria antes de responderme:
-Es maldito.
-¿Qué es lo que es maldito? -inquirí.
-El pueblo.
-Entonces, ¿hay un pueblo?
-No, no. Nadie vive allá desde cientos de años.
Me devoraba la curiosidad:
-Pero dijo que había un pueblo.
-Había.
-¿Y qué pasa ahora?