Emilia
Pardo Bazán (1851-1921), escritora española, desde joven asidua lectora de los clásicos españoles y se interesó también por las novedades
literarias extranjeras. Se la considera una de las introductoras del
naturalismo en España. En su obra encontramos, numerosos ensayos, críticas,
novelas, cuentos…, una de sus obras más conocida es Los pazos de Ulloa que fue
llevada a la televisión con éxito de audiencia. Vamos a leer un cuento de esta autora que se
titula:
El
amor asesinado
Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún
medio lícito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin
dejarle punto de reposo.
Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el
hechizo que sujeta el alma a los lugares donde por primera vez se nos aparece el
Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió a la zaga
del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el
saquillo de mano, y por último en los bolsillos de la viajera. En cada punto
donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decía con
sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos juntos.»
Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima
torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por
guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas
de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se
asomó agobiada de tedio a mirar el campo y a gozar la apacible y melancólica luz
de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de
ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente,
sólo consiguió Eva que el amor entrase por las hendiduras de la pared, por los
canalones del tejado o por el agujero de la llave.
Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los
intersticios, creyéndose a salvo de atrevimientos y demasías; mas no contaba con
lo ducho que es en tretas y picardihuelas el Amor. El muy maldito se disolvió en
los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo
que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy
semejante a la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.
Ya fuera de tino, desesperando de poder tener a raya al
malvado Amor, Eva comenzó a pensar en la manera de librarse de él
definitivamente, a toda costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos.
Entre el Amor y Eva, la lucha era a muerte, y no importaba el cómo se vencía,
sino sólo obtener la victoria.
Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino
porque poseía instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de
engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de suyo
inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor, y
desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.
Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de
flores y de miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y
dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y mimosas,
en voz velada por la emoción, de notas más melodiosas que las del agua cuando se
destrenza sobre guijas o cae suspirando en morisca fuente.
El Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y
confiado como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como
varón vigoroso.
Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina
blandura; sirvióle golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y
así que le vio calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó a
estrangularle, apretándole la garganta con rabia y brío.
Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo,
breves instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor
aquel! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía una
lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de su boca
purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones mondados de sus
dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus azules pupilas,
entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa de los últimos
instantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicas proporciones, sus alas color
de rosa parecían pétalos arrancados. Eva notó ganas de llorar...
No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir
digna, respetada, libre..., no cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó
las manos enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía,
del quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante.
Al fin, Eva soltó a la víctima y la contempló... El Amor
ni respiraba ni se rebullía; estaba muerto, tan muerto como mi abuela.
Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal
percibió un dolor terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre
que ascendía a su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente su
pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía...
El Amor a quien creía tener en brazos, estaba más
adentro, en su mismo corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.
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